El arte de historiar
Por: Manuel Padilla Muñoz
Desde tiempos pretéritos a Herodoto, el hombre ha utilizado el arte y el oficio de historiar, de investigar, de inquirir, como una de las actividades más nobles del ser humano. La indagación del pasado, de su propio pasado, lo ha conducido a perfeccionar este oficio hasta convertirlo en una ciencia, la ciencia de la historia.
La historia no es una simple acumulación de conocimientos sino que estos deben corresponder a la realidad, ser comprobables o, lógicamente, derivar de otros comprobados previamente. En la escuela tradicional se nos atiborra con una historia aburrida, la que “es la mera ordenada descripción de los hechos, fechas y nombres” que para el estudiante, desde temprana edad, resulta inviable.
Solamente debemos hablar de historia cuando la sentimos. Cuando el historiador empuñe la pluma para escribir una historia, debe tener la plena seguridad de que ha comprendido a la perfección, que puede explicarlo bien y juzgado primeramente, el tema a desarrollar.
La mayor exigencia del historiador es la búsqueda de la verdad, a diferencia de los políticos, que se sienten obligados a practicar habitualmente la mentira. El objetivo del historiador es comprender al hombre sin intentar justificarlo. Un periodista liberal americano aseguraba que “los hechos son sagrados; la opinión, libre”. Como periodistas que somos, sabemos hoy que la forma más eficaz de influir en la opinión pública consiste en seleccionar y ordenar los hechos adecuados.
Hay dos formas de concebir la historia: La primera consiste en buscar las cosas más raras y curiosas y escribir aquellas anécdotas que más destacan a los príncipes y a los reyes de la comunidad de los hombres. Para este tipo de historiadores, saber dónde están enterrados los huesos de Colón constituye el problema fundamental de la historia americana.
La segunda, es el historiador que trata de darnos una visión, tan cabal como sea posible, de las condiciones en las que se desarrolló la vida de un pueblo o de una cultura; mostrarnos sus transformaciones, el desarrollo de sus artes, de sus técnicas y de sus ciencias; la vida en la familia y el estado; las influencias que recibieron por el comercio o por la conquista”. Esta última concepción consideramos la más factible porque rechazamos terminantemente la idea de los “pueblos sin historia”, de los que no cambian a través del tiempo. Hay comunidades más dinámicas que otras, ciertamente, pero no hay una, en todo el mundo, que no muestre alguna transformación en el tiempo”.
Si la ciencia se propone descubrir y dar a conocer la verdad, también es cierto que, en forma práctica, el historiador cumple con su cometido si a la investigación se agrega la difusión.
Hemos de advertir, sin embargo, que no somos partidarios de la teoría de la imparcialidad. Un suceso histórico puede ser analizado por cualquiera de las partes y siempre la versión será de acuerdo a su actuación social. La rebelión de los esclavos romanos, por ejemplo, ha sido vista desde la óptica de los ilotas y la de los esclavistas y cada uno lo presenta en forma diferente. La conquista de México tiene dos versiones: la de los triunfadores españoles y la “Visión de los Vencidos”, la del pueblo azteca; y ambas aportan diferentes pero importantes puntos de vista sobre un mismo suceso. No se puede ser imparcial en el arte de historiar, aunque ello no significa renunciar a ser objetivo.
Nuestra historiografía regional lagunera, que tanta falta nos hace, no debe estar basada en caudillos ni personajes gobernantes. Lo deberá estar en el desarrollo de una comunidad primitiva en su conjunto y la forma en que dominó al desierto con su escasa cultura. La imparcialidad no existe ni ha existido jamás. El concepto de imparcialidad es un mito. Cada hombre contempla la realidad que le rodea con una perspectiva propia y no puede haber estudio más apasionante que el de observar como un mismo núcleo de hechos se refracta diversamente según el espectador que lo describe.
Debemos tratar de compendiar, de periodizar, los sucesos históricos basados, algunos, en las fuentes primarias; otros, en lo que produjeron las investigaciones de quienes anteriormente han estudiado a nuestros indios laguneros desde diversos ángulos científicos.
La filosofía de la historia es una rama de la propia historia que no se dedica a la investigación y a la exposición de hechos determinados sino a la interpretación general de los mismos. La filosofía de la historia se basa en una correcta sintetización de los conocimientos parciales y, sobre todo, en su interpretación. En efecto, la filosofía de la historia busca desentrañar los móviles profundos de los hechos e interpretarlos.
Nuestros indios laguneros, en su incultura, jamás sustentaron teoría alguna sobre su cerebro y sus manos. Y sin embargo, aunque en forma rudimentaria, las usaron, puesto que están íntimamente ligados ambos órganos, y de ello hubo resultados factibles: las herramientas.
Para ello hemos de acudir a la antropología moderna. El pensamiento surge de la presión de los problemas prácticos, de los que el hombre enfrenta diariamente en su vida. Para el indio lagunero de tiempos muy anteriores a la conquista, resultaba imposible atrapar grandes cantidades de peces en las lagunas con sus propias manos; tenía necesidad de utilizar los recursos naturales de su alrededor para lograr su propósito de lograr mayor cantidad de satisfactores. Este género de conducta se demuestra claramente en la construcción de las trampas; y fue así, seguramente, como inventó la nasa, una ingeniosa trampa para pescar más que con sus propias manos. Unió su pensamiento, su capacidad de discernir, a la habilidad de sus manos, para lograr un resultado: una herramienta para mejorar su vida. Este ejemplo es multiplicable.
La unión de su cerebro y sus manos le permitió al indio lagunero crear y dominar sus herramientas. Con ellas pudo igualar y superar a los animales especializados para el dominio de su hábitat. Logró minar como topo, cortar árboles como un castor, cascar nueces como una ardilla, quitar las espinas a las xerófilas como liebres y conejos y ahuyentar a las bestias carniceras que le acechaban. Con sus flechas, hondas y lanzas, logró superar la velocidad de animales mucho más rápidos que él. En contraposición, podemos citar que el animal es presa de sus limitaciones en su propio hábitat mientras que el hombre se adapta a muy diversas condiciones de vida. He ahí la enorme diferencia entre el animal y el hombre racional, el homo sapiens.
Por: Manuel Padilla Muñoz
Desde tiempos pretéritos a Herodoto, el hombre ha utilizado el arte y el oficio de historiar, de investigar, de inquirir, como una de las actividades más nobles del ser humano. La indagación del pasado, de su propio pasado, lo ha conducido a perfeccionar este oficio hasta convertirlo en una ciencia, la ciencia de la historia.
La historia no es una simple acumulación de conocimientos sino que estos deben corresponder a la realidad, ser comprobables o, lógicamente, derivar de otros comprobados previamente. En la escuela tradicional se nos atiborra con una historia aburrida, la que “es la mera ordenada descripción de los hechos, fechas y nombres” que para el estudiante, desde temprana edad, resulta inviable.
Solamente debemos hablar de historia cuando la sentimos. Cuando el historiador empuñe la pluma para escribir una historia, debe tener la plena seguridad de que ha comprendido a la perfección, que puede explicarlo bien y juzgado primeramente, el tema a desarrollar.
La mayor exigencia del historiador es la búsqueda de la verdad, a diferencia de los políticos, que se sienten obligados a practicar habitualmente la mentira. El objetivo del historiador es comprender al hombre sin intentar justificarlo. Un periodista liberal americano aseguraba que “los hechos son sagrados; la opinión, libre”. Como periodistas que somos, sabemos hoy que la forma más eficaz de influir en la opinión pública consiste en seleccionar y ordenar los hechos adecuados.
Hay dos formas de concebir la historia: La primera consiste en buscar las cosas más raras y curiosas y escribir aquellas anécdotas que más destacan a los príncipes y a los reyes de la comunidad de los hombres. Para este tipo de historiadores, saber dónde están enterrados los huesos de Colón constituye el problema fundamental de la historia americana.
La segunda, es el historiador que trata de darnos una visión, tan cabal como sea posible, de las condiciones en las que se desarrolló la vida de un pueblo o de una cultura; mostrarnos sus transformaciones, el desarrollo de sus artes, de sus técnicas y de sus ciencias; la vida en la familia y el estado; las influencias que recibieron por el comercio o por la conquista”. Esta última concepción consideramos la más factible porque rechazamos terminantemente la idea de los “pueblos sin historia”, de los que no cambian a través del tiempo. Hay comunidades más dinámicas que otras, ciertamente, pero no hay una, en todo el mundo, que no muestre alguna transformación en el tiempo”.
Si la ciencia se propone descubrir y dar a conocer la verdad, también es cierto que, en forma práctica, el historiador cumple con su cometido si a la investigación se agrega la difusión.
Hemos de advertir, sin embargo, que no somos partidarios de la teoría de la imparcialidad. Un suceso histórico puede ser analizado por cualquiera de las partes y siempre la versión será de acuerdo a su actuación social. La rebelión de los esclavos romanos, por ejemplo, ha sido vista desde la óptica de los ilotas y la de los esclavistas y cada uno lo presenta en forma diferente. La conquista de México tiene dos versiones: la de los triunfadores españoles y la “Visión de los Vencidos”, la del pueblo azteca; y ambas aportan diferentes pero importantes puntos de vista sobre un mismo suceso. No se puede ser imparcial en el arte de historiar, aunque ello no significa renunciar a ser objetivo.
Nuestra historiografía regional lagunera, que tanta falta nos hace, no debe estar basada en caudillos ni personajes gobernantes. Lo deberá estar en el desarrollo de una comunidad primitiva en su conjunto y la forma en que dominó al desierto con su escasa cultura. La imparcialidad no existe ni ha existido jamás. El concepto de imparcialidad es un mito. Cada hombre contempla la realidad que le rodea con una perspectiva propia y no puede haber estudio más apasionante que el de observar como un mismo núcleo de hechos se refracta diversamente según el espectador que lo describe.
Debemos tratar de compendiar, de periodizar, los sucesos históricos basados, algunos, en las fuentes primarias; otros, en lo que produjeron las investigaciones de quienes anteriormente han estudiado a nuestros indios laguneros desde diversos ángulos científicos.
La filosofía de la historia es una rama de la propia historia que no se dedica a la investigación y a la exposición de hechos determinados sino a la interpretación general de los mismos. La filosofía de la historia se basa en una correcta sintetización de los conocimientos parciales y, sobre todo, en su interpretación. En efecto, la filosofía de la historia busca desentrañar los móviles profundos de los hechos e interpretarlos.
Nuestros indios laguneros, en su incultura, jamás sustentaron teoría alguna sobre su cerebro y sus manos. Y sin embargo, aunque en forma rudimentaria, las usaron, puesto que están íntimamente ligados ambos órganos, y de ello hubo resultados factibles: las herramientas.
Para ello hemos de acudir a la antropología moderna. El pensamiento surge de la presión de los problemas prácticos, de los que el hombre enfrenta diariamente en su vida. Para el indio lagunero de tiempos muy anteriores a la conquista, resultaba imposible atrapar grandes cantidades de peces en las lagunas con sus propias manos; tenía necesidad de utilizar los recursos naturales de su alrededor para lograr su propósito de lograr mayor cantidad de satisfactores. Este género de conducta se demuestra claramente en la construcción de las trampas; y fue así, seguramente, como inventó la nasa, una ingeniosa trampa para pescar más que con sus propias manos. Unió su pensamiento, su capacidad de discernir, a la habilidad de sus manos, para lograr un resultado: una herramienta para mejorar su vida. Este ejemplo es multiplicable.
La unión de su cerebro y sus manos le permitió al indio lagunero crear y dominar sus herramientas. Con ellas pudo igualar y superar a los animales especializados para el dominio de su hábitat. Logró minar como topo, cortar árboles como un castor, cascar nueces como una ardilla, quitar las espinas a las xerófilas como liebres y conejos y ahuyentar a las bestias carniceras que le acechaban. Con sus flechas, hondas y lanzas, logró superar la velocidad de animales mucho más rápidos que él. En contraposición, podemos citar que el animal es presa de sus limitaciones en su propio hábitat mientras que el hombre se adapta a muy diversas condiciones de vida. He ahí la enorme diferencia entre el animal y el hombre racional, el homo sapiens.
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