Bitácora Republicana
La ‘yunquisición’
Por: Porfirio Muñoz Ledo
El oscurantismo obedece reglas inmutables. Opuesto en el origen a que se difundiese el conocimiento entre la gente, proscribe el debate de las ideas, sataniza al adversario y sostiene sobre la ignorancia el edificio jerárquico. Reacciona frente a lo desconocido con lapidaciones verbales y suele conjurar sus fantasmas por la liquidación física.
En el aniversario del 2 de octubre, convendría revisar los coléricos denuestos que el poder sembró entonces para configurar la “desestabilización del régimen”. Los macartistas de hoy podrían inspirar también sus voraces plumas en la verba sagrada de la inquisición, cuyos crímenes mayores están llegando a su bicentenario. Podrían revisar la mampara de la exposición conmemorativa que recoge algunos calificativos endilgados a Miguel Hidalgo: “monstruo fabuloso”, “insigne facineroso”, “príncipe de los malditos”, “frenético delirante”, “desnaturalizado”, “ministro de Satanás”, “sedicioso diabólico”, “hereje formal”, “ex sacerdote, ex cristiano, ex americano y ex hombre”.
Las expresiones son dignas de la imaginería medieval: “capataz de salteadores y asesinos”, “injerto de animales dañinos”, “libertino de ciencia pagana”, “perverso de soberbia luciferina”, “blasfemo engañado por el espíritu maligno”, “caribe idólatra que con sangre humana se saborea”. Seguidas de este catálogo de congéneres: “escolástico sombrío, émulo de Voltaire”, “anticristo, semejante a Luzbel, Adán, Mahoma y Napoleón”. A pesar de los libros de texto, es difícil la emulación de los héroes y algunos la juzgarían arrogante. También es arduo igualarlos en el calvario de la difamación. Así lo asumí cuando el gobierno me recetó enconadas injurias a finales de los 80 por la enorme “traición” de haber promovido el fin del sistema de partido hegemónico y la instauración del pluralismo político.
Me rociaron ferozmente cuando desafié —mediante simple interpelación— la sagrada investidura presidencial y en ocasión de haber formado la primera mayoría de oposición en la Cámara. Soeces fueron las ofensas que me enderezaron antiguos compañeros al calor de mi renuncia al PRD, motivada por las mismas desviaciones que sus enterradores exhiben hoy en plenitud. Las diatribas de estos días suman y multiplican las anteriores. Despliegan una colección antológica y acumulativa, atizada por el ánimo vesánico de la derecha y la vulgaridad de un poder sin escrúpulos en el uso de la libertad de expresión. No alcanzarían las barandillas —judiciales o electrónicas— para ejercer el derecho de réplica y denunciar la calumnia.
Pongo a disposición de los lectores las infamias. Baste evocar algunas: “lenguaje sedicioso”, “peligroso y golpista”, “conspirador revolucionario”, “agorero del desastre”, “talibán amarillo”, “derrocador con odio, rencor y resentimiento”, “restaurador del PRI autoritario”, “pieza del tablero insurreccional”, “fascistoide”, “pirómano”, “salinista”, “tarabilla protofascista”, “perdonavidas”, “convenenciero”, “oportunista”, “farsante” y “mancuerna infernal de AMLO”. Las referencias personales son abundantes: “decadente, burdo y en decrepitud política”, “alucinación etílica”, “locuaz”, “pasado de moda”, “fanfarrón, daltónico, estorboso, rajón”, “saltimbanqui”, “camaleónico, veleidoso y megalómano”, “patriota de pacotilla”, “sin decoro político”, “mercenario”, “advenedizo, servil y desleal”, “títere”, “temerario”, “cómplice del narcotráfico”. Y para rematar: “prematura senilidad”, “oráculo de la revocación y avejentado Catilina”.
En palabras del ideólogo Krauze: “Se cree profeta: llega al ocaso de su vida prendiendo fuego al edificio institucional que él mismo contribuyó a crear”. Y del sicario Hiriart: “Busca enturbiar el ambiente para entrar al poder por la puerta de atrás”; “que el país caiga en una espiral de ingobernabilidad y violencia para quedarse con los despojos de la nación”. Decía André Gide que no ofende el que quiere, sino el que puede. No han ido más lejos porque, pese a la “conspiración” que denuncian, no han encontrado evidencias de insurrección ni vínculos con la banda de La Flor. Preparan el terreno de la represión, último recurso para la entrega del petróleo al margen del orden constitucional.
Surgen a su pesar voces sensatas y opiniones calificadas que convocan a la reforma de las instituciones y a la reconstrucción del consenso nacional. Renace penosamente la esperanza social de cambio. Es nuestro deber alentarla hasta el último día. Diremos con el sabio: y sin embargo, se cae.
La ‘yunquisición’
Por: Porfirio Muñoz Ledo
El oscurantismo obedece reglas inmutables. Opuesto en el origen a que se difundiese el conocimiento entre la gente, proscribe el debate de las ideas, sataniza al adversario y sostiene sobre la ignorancia el edificio jerárquico. Reacciona frente a lo desconocido con lapidaciones verbales y suele conjurar sus fantasmas por la liquidación física.
En el aniversario del 2 de octubre, convendría revisar los coléricos denuestos que el poder sembró entonces para configurar la “desestabilización del régimen”. Los macartistas de hoy podrían inspirar también sus voraces plumas en la verba sagrada de la inquisición, cuyos crímenes mayores están llegando a su bicentenario. Podrían revisar la mampara de la exposición conmemorativa que recoge algunos calificativos endilgados a Miguel Hidalgo: “monstruo fabuloso”, “insigne facineroso”, “príncipe de los malditos”, “frenético delirante”, “desnaturalizado”, “ministro de Satanás”, “sedicioso diabólico”, “hereje formal”, “ex sacerdote, ex cristiano, ex americano y ex hombre”.
Las expresiones son dignas de la imaginería medieval: “capataz de salteadores y asesinos”, “injerto de animales dañinos”, “libertino de ciencia pagana”, “perverso de soberbia luciferina”, “blasfemo engañado por el espíritu maligno”, “caribe idólatra que con sangre humana se saborea”. Seguidas de este catálogo de congéneres: “escolástico sombrío, émulo de Voltaire”, “anticristo, semejante a Luzbel, Adán, Mahoma y Napoleón”. A pesar de los libros de texto, es difícil la emulación de los héroes y algunos la juzgarían arrogante. También es arduo igualarlos en el calvario de la difamación. Así lo asumí cuando el gobierno me recetó enconadas injurias a finales de los 80 por la enorme “traición” de haber promovido el fin del sistema de partido hegemónico y la instauración del pluralismo político.
Me rociaron ferozmente cuando desafié —mediante simple interpelación— la sagrada investidura presidencial y en ocasión de haber formado la primera mayoría de oposición en la Cámara. Soeces fueron las ofensas que me enderezaron antiguos compañeros al calor de mi renuncia al PRD, motivada por las mismas desviaciones que sus enterradores exhiben hoy en plenitud. Las diatribas de estos días suman y multiplican las anteriores. Despliegan una colección antológica y acumulativa, atizada por el ánimo vesánico de la derecha y la vulgaridad de un poder sin escrúpulos en el uso de la libertad de expresión. No alcanzarían las barandillas —judiciales o electrónicas— para ejercer el derecho de réplica y denunciar la calumnia.
Pongo a disposición de los lectores las infamias. Baste evocar algunas: “lenguaje sedicioso”, “peligroso y golpista”, “conspirador revolucionario”, “agorero del desastre”, “talibán amarillo”, “derrocador con odio, rencor y resentimiento”, “restaurador del PRI autoritario”, “pieza del tablero insurreccional”, “fascistoide”, “pirómano”, “salinista”, “tarabilla protofascista”, “perdonavidas”, “convenenciero”, “oportunista”, “farsante” y “mancuerna infernal de AMLO”. Las referencias personales son abundantes: “decadente, burdo y en decrepitud política”, “alucinación etílica”, “locuaz”, “pasado de moda”, “fanfarrón, daltónico, estorboso, rajón”, “saltimbanqui”, “camaleónico, veleidoso y megalómano”, “patriota de pacotilla”, “sin decoro político”, “mercenario”, “advenedizo, servil y desleal”, “títere”, “temerario”, “cómplice del narcotráfico”. Y para rematar: “prematura senilidad”, “oráculo de la revocación y avejentado Catilina”.
En palabras del ideólogo Krauze: “Se cree profeta: llega al ocaso de su vida prendiendo fuego al edificio institucional que él mismo contribuyó a crear”. Y del sicario Hiriart: “Busca enturbiar el ambiente para entrar al poder por la puerta de atrás”; “que el país caiga en una espiral de ingobernabilidad y violencia para quedarse con los despojos de la nación”. Decía André Gide que no ofende el que quiere, sino el que puede. No han ido más lejos porque, pese a la “conspiración” que denuncian, no han encontrado evidencias de insurrección ni vínculos con la banda de La Flor. Preparan el terreno de la represión, último recurso para la entrega del petróleo al margen del orden constitucional.
Surgen a su pesar voces sensatas y opiniones calificadas que convocan a la reforma de las instituciones y a la reconstrucción del consenso nacional. Renace penosamente la esperanza social de cambio. Es nuestro deber alentarla hasta el último día. Diremos con el sabio: y sin embargo, se cae.
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